CUENTO BREVE
(Basado en hechos reales de la Guerra de Corea)

Ya no
sentía el frio ni el dolor de sus heridas, la lluvia le lavaba la
cara cubierta de barro. No podía moverse estaba en la misma a
posición en la que había quedado luego de que el obús explotara
cerca de su pelotón, matándolos a casi todos. Estaba en una colina
sin vegetación, toda ella era un lodazal en la que a duras penas se
podía caminar. Herido gravemente, con todo el lado derecho del
cuerpo en carne viva, Roland Fortier esperaba ya calmadamente la
muerte como desenlace.
Escuchaba la voz del sargento Ben cerca
de él que se quejaba de un frio espantoso y de que no sentía las
piernas. Alrededor de ellos las ráfagas de tiros y el explotar de
morteros continuaban su sinfonía mortal. Sabía del famoso lema de
su ejército de no dejar a ningún hombre atrás, pero el
contraataque chino y norcoreano había sido tan furioso y contundente
que ya no esperaba ayuda de nadie.
Roland se había enlistado
en el ejército norteamericano a los dieciocho años y llevaba ya dos
años de combate en la cruenta Guerra de Corea. Esta duró desde 1950
hasta 1953 y dejó un saldo de cinco millones de bajas militares y
civiles entre los bandos de Corea del Sur aliada a Estados Unidos y
veinte ocho países de las Naciones Unidas contra Corea del Norte que
contaba con el apoyo de la Unión Soviética, China y cinco países
de Europa del Este. Japón había ocupado Corea desde 1910 hasta su
rendición en la II Guerra Mundial en 1945. Al retirarse las tropas
japonesas, Corea fue ocupada en el parte norte por la Unión
Soviética y la parte sureña por los Estados Unidos. Era la Tercera
Guerra Mundial, aunque nunca se la llamaría por ese nombre.
Al
comienzo de la guerra los diez mil soldados de la ONU apoyados por
cuarenta mil tropas norteamericanas empujaron a las tropas nor
coreanas hasta casi hacerlas desaparecer en la frontera China. Al
sentirse amenazada China atacó con trescientos mil soldados
equipados con aviones y armamento soviético y que hubieran
exterminado a las tropas del sur si no fuera por el heroísmo de
los marines que
fueron retirándose angustiosa y rápidamente, desde la frontera
norte de Corea con su clima siberiano hasta el extremo tropical del
sur.
Roland hablaba francés y español y servía de traductor
con las tropas que hablaban dichas lenguas. En el muelle Han, se
había maravillado de ver amarrados barcos de guerra norteamericanos
junto a fragatas francesas, británicas, españolas, holandesas,
colombianas y de otras nacionalidades, una babel de naves con sus
tropas al servicio de la ONU.
Y ahora en la gran retirada,
veía morir a tantos amigos extranjeros ante el avance de unas tropas
que lo mismo disparaban sobre militares que civiles, asesinando
decenas de miles de estos sin la menor compasión. Los marines
hacían
un esfuerzo sobrehumano para contener al enemigo sobre todo en la
extrema vanguardia donde estaba Ronald. Las batallas se sucedían día
a día, cada cual más sanguinaria que la anterior, se lucha por
grandes y pequeñas extensiones de terreno, valle por valle, colina
por colina, casa por casa. En la frenética retirada no había tiempo
de recoger a los muertos y heridos. Entre los cadáveres que
iban dejando, tratando de no ser uno más de ellos, Roland
reconoció a un francés, un australiano, un turco y un
colombiano con los que había estado tomando unos whiskies al
comienzo de la campaña, cuando se auguraba un triunfo rápido y
fácil que nunca llegó.
En el último y desesperado intento
por mantener una ínfima parte del territorio sur coreano se luchaba
ya épicamente como en una tragedia griega. Peleaban por
sobrevivir marines, tropas
de la ONU y surcoreanos. Destacaba el regimiento 65 de Infantería
formado por puertorriqueños que a la vanguardia peleaban
furiosamente casi sin municiones, recogiendo la de los compañeros
caídos, incluso devolviendo las granadas que les arrojaban el
enemigo antes de que explotasen. Un hecho destacado del regimiento 65
fue el de contener momentáneamente a los chinos que los superaban
inmensamente en número, pudiéndose así evacuar heridos, dejando en
su valiente esfuerzo un gran número de bajas.
En esa vorágine
casi no dormían y comían al paso lo que pudieran encontrar, la
guerra nunca es complaciente, en especial con un ejército en
retirada. Fue en esos momentos que reventó el obús a pocos metros
de él. Vio una luz cegadora y sintió una brisa hirviente que lo
levantó y lo arrojó contra el suelo mientras perdía el sentido.
Cuando lo recuperó no supo cuánto tiempo estuvo así y ya solo
esperaba el fatal desenlace, sabía que nadie lo
auxiliaría.
Mientras esperaba la muerte, escuchaba cada vez
más débil la voz del sargento Ben que era judío y le pedía que
rezara por él. Roland era católico y trató de articular una
oración, las palabras le llegaban a la garganta con dificultad,
hacia tanto tiempo que no rezaba. Pensaba en su lejana Maine, donde
sus padres llorarían pronto su partida de este mundo. Los recordaba
en su negocio de panadería, y a sus hermanos, en los momentos
alegres y los difíciles, incluso cuando les jugaba bromas muy
pesadas a que los tenía acostumbrado por su carácter
pendenciero.
“…Ruega por nosotros ahora y en la hora de
nuestra muerte, amen” …Roland concluyó la oración y llamó a
Ben, no obtuvo respuesta. Escuchó muchos pasos en el lodazal que se
acercaban a él, vio al soldado norcoreano que le apuntaba a la cara
con su revólver, encomendó su alma y vio que un oficial bajaba el
arma del soldado, entendió sin saber lo que decían, debían
economizar balas, total era ya un moribundo y el feroz instinto del
oficial prefería una agonía dolorosa para su enemigo. Volvió a
estar solo hasta que vio al soldado sur coreano que en un inglés
balbuceado le decía que aguantara, y sin más, con solo quizás un
metro sesenta de altura y unos sesenta kilos se echó en los hombros
los casi dos metros y más de noventa kilos de la humanidad de
Roland. Gracias al heroísmo del Regimiento 65, Roland era
rescatado.
En el hospital se reencontró con uno de los pocos
sobrevivientes de su pelotón, el soldado Giuseppe Rozzi, que
agonizaba por un cáncer incurable más que por sus heridas.
Conversaban de la guerra y de cómo el contraataque aliado había
repelido a los chinos y norcoreanos hasta el paralelo 38 formando dos
Coreas. Recordaban tantos muertos, heridos y desaparecidos de una
guerra mundial peleada en un solo país. Una guerra cruenta llena de
atrocidades y de heroísmo. Agonizando Giuseppe hizo prometer
solemnemente a Roland que viera por su esposa y sus tres hijos.
Al
regresar a su país, Roland cumplió su promesa, se casó con la
viuda de Giuseppe y crio a sus tres pequeños hijos como si fueran
suyos y por los próximos sesenta años de su vida los vivió al
máximo. Era un hombre rescatado de la muerte para reemplazar la vida
de otro. Cada día que despertaba rezaba la misma oración que rezó
para el sargento Ben, cuyos restos, al igual de miles de
combatientes, nunca fueron encontrados. Rezaba por su familia, por él
y por sus amigos que quedaron en esa tierra tan lejana. La vida le
había dado una segunda oportunidad, sin embargo, las pesadillas de
esos tres años de guerra lo persiguieron dormido y aun despierto
hasta el último día de su existencia.
Pablo D. Perleche
pablodperleche@aol.com
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